20130612

La muerte compartida


Aquí les dejamos un texto de presentación que realizó María Cervantes sobre el Libro "La Muerte compartida" de Juan Fernando Covarrubias.

La muerte compartida, algunas reflexiones


Rubén Darío solía decir que “el periodismo es la gimnasia del estilo”. Recuerdo a menudo esta frase cuando leo a Juan Fernando Covarrubias; su narrativa no nace, ni se devela con el nacimiento de su primer libro; hace ya rato sus publicaciones en diversos periódicos descubren la buena vena de escritor en él. Y si bien en este libro no se inaugura su autor como narrador, debe decirse que su escritura sí se aquilata, se ensancha y se profundiza, se decide y se yergue sobre sí misma, abandona todo tambaleo para dar pasos firmes sobre el terreno narrativo.

Son 14 los cuentos que conforman este libro cobijados todos bajo el título de La muerte compartida. Sin embargo, son un sin número de experiencias las que brotan de estas narraciones, las experiencias del lector incansable e insaciable, del amante del cine y la fotografía, y en general, la experiencia del observador del mundo. El narrador de este libro es una suerte de cazador de hechos e imágenes muchas veces ya cruzados por el tamiz de la escritura antes de llegar al papel mismo. De hecho, no me sorprendería que en este mismo instante Juan Fernando esté al acecho de una nueva historia; una frase escuchada en alguna esquina, una nota de caligrafía dudosa perdida entre las páginas de un libro viejo, una fotografía en una exposición o una mueca que surcando el viento llegó hasta sus ojos podrían bastar para detonar una historia, y una buena.

No quiero decir con esto que su trabajo sea una copia directa de la realidad, ésta es apenas la punta del iceberg imaginativo que él se da a la tarea de descubrir con las palabras de por medio. No quiero decir tampoco que la literatura en general no parta de referentes localizados en la realidad, lo que sucede con este narrador, es el rescate de los actos y objetos cotidianos, aquellos que en la prisa diaria ignoramos. Él escucha la voz y los porqués detrás de los detalles, pues ahí se encuentra un punto catártico por donde se derraman las razones de la vida, se depositan allí radiografías del esqueleto doloroso de nuestra existencia. Así, la imagen de un libro olvidado sobre la barra de la cocina, una flor encendida en medio de la olvidada cantera o un traje gris asomado tímidamente en el interior del armario pueden acarrear un torrente de posibilidades.

Podría decir entonces que las narraciones de Juan Fernando, en más de una ocasión, parten de lo inesperado, son la imaginación desbordada; él sabe escuchar y narrar una historia donde los demás vemos ya un punto final. Parte, a veces, de lo estático, de lo ya hecho para insuflarle un nuevo eco de vida no advertido antes. Quizás el ejemplo más desnudo al interior del libro es el cuento titulado “Érase una vez” cuya trama se desprende de la imagen fotográfica de Indira Flores, del mismo nombre y del filme El color del paraíso de Majid Mijidi.

Al interior del libro identificó cuatro categorías, arbitrarias por mi parte, en las que los 14 cuentos del libro pueden dividirse a fin de relatarles un poco mi visión acerca de La muerte compartida. La primera de estas categorías alberga cinco cuentos: “Sin otra cosa que un reclamo”, “La muerte compartida”, “Y luego el desahucio”, “Los grillos y sus guerras” y “Por la parte más delgada”. La temática imperante aquí se inserta en un hilo dramático sostenido por lo cotidiano, donde las epifanías suelen velarse detrás los hechos u objetos más usuales, tal como lo dice el personaje del cuento “La muerte compartida”: “La cotidianidad está saturada de esas presencias que se vuelven certezas cuando asoman a la vida con toda su carga”. Sus personajes buscan el sentido más intrínseco de cada suceso, pues los actos reiterados conforman su existencia.  Entonces, cada gesto del pasado puede estar plagado de significados que develarán la promesa de una futura existencia mascullada en un presente detenido como abismo.

Sin abandonar la ventana de lo cotidiano, los personajes de esta categoría, se enfrentan al dolor, a la soledad, al encuentro próximo con la muerte, o andan y desandan un camino construido de un pasado que a fuerza de recurrirlo pareciera un tiempo mítico, enroscado en sí mismo. Estas narraciones observan un carácter psicológico y un tanto laberíntico donde la acción parece detenerse para dar paso a un alumbramiento poético al devenir interior.

La segunda categoría asoma sus fronteras al mundo de la demencia, pero sin acercarse demasiado a pesar de que a sus protagonistas se encuentran embebidos en la situación. Los personajes-narradores de los dos cuentos que conforman esta serie (“Doce horas” y “Relo”), observan el desequilibrio mental de un tercero con dejos de ternura, amor y dolor; giran en torno a ellos tratando de adivinar, de conjeturar lo que sucede en el interior de quien se encuentra enfrente y fuera de la realidad, todo en un afán de no perder el control ante lo desconocido. “Doce horas” es un discurrir narrativo interior, laberíntico, como el espacio en el que se desarrolla la acción, aspira a disolverse, camina al cero. Por el contrario, “Relo” se torna poético en armonía con los paisajes campestres y los primeros acercamientos eróticos del protagonista.

La tercera categoría mantiene un tono jocoso de humor hábil, en ésta se encuentran “Y en la mañana ahí estabas”, “Probador” y “Peor tantito”. Los personajes son hijos y víctimas de las circunstancias, no tienen más trascendencia porque ésta se encuentra en el sentido de la anécdota que gana fuerza en el relato; gracias a la habilidad narrativa podemos reírnos de ellos a pesar de sus desgracias. Por su parte, el lenguaje se torna flexible y respeta el habla cada uno de ellos al grado de poder casi escucharlos con sus respectivas pausas y entonaciones.

En la cuarta categoría los cuentos aceleran el paso de las acciones para mostrar finales que bien podrían tumbar de un golpe de sorpresa al lector, aquí agrupo “Inútil pretensión”, “La suerte de Cuco Compas” y “Rastro de nada”. Estas narraciones son tajantes, descarnadas, hábiles, como el corte de una espada en manos de un experto que no desea ser descubierto pero que al mismo tiempo quiere dejar por firma la certeza y limpieza de su trabajo. En estas narraciones me atrevería a afirmar la influencia, no muy obvia, pero existente, del cine de Tarantino mezclada con la sonoridad del lenguaje de la calle o de la cantina.

Decidí hablar de estas arbitrarias categorías para resaltar la riqueza en los tratamientos narrativos y temáticos contenidos en este libro. Es necesario enfatizar que además de las influencias cinematográficas y fotográficas en las páginas de La muerte compartida se asoman los influjos de plumas como la de Cortázar en los rasgos laberínticos de los personajes y sus situaciones, de Arreola en el humor y en la flexibilidad del lenguaje al proyectar personajes de talante popular, de Rulfo en los rumores desquiciantes y poéticos cercanos a la muerte y a la locura.

A propósito del modernista nicaragüense, citado al inicio de mis palabras, debo confesar que el estilo de Juan Fernando me recuerda un tanto al de los modernistas, no quiero decir con esto que su trabajo sea de este corte, me refiero a ciertos detalles en el estilo, tales como la precisión, la claridad y el cuidado con el lenguaje, elementos que sin duda se deben en parte al ejercicio constante que demanda la colaboración en medios periodísticos. Esto, sin duda, es algo que el lector agradece; cuando sin saber cómo ni cuándo nos perdemos desde la primera línea y saltamos con ojos renovados a la realidad, envueltos en la sensación del universo narrativo, al llegar el punto final, sabemos que hemos leído una buena narración. Así me sucede con la escritura de Juan Fernando.


No me queda más que invitarlos a juzgar en lectura propia La muerte compartida y felicitar a Juan Fernando por este proyecto que concluye para dar cabida a otros en proceso en gestación y que esperamos ver pronto. Lo celebro contigo Juan Fernando. En hora buena.

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