Entre Caudales
Abrir la tempestad y la calma
Alejandra
Díaz
Si
nos adentramos por curiosidad en Caudales de Francisco Pamplona, una
corriente de marea nos atrapa y nos lleva hasta sus profundidades. Abrir
Caudales hace innecesario dividir el mar para atravesarlo en seco como lo
hicieron los israelitas guiados por Moisés, además, en este caso no caben ni la
angustia ni la prisa por darse a la huida. Se trata más bien de sumergirse en
su intensidad lírica y en la atemporalidad de sus ensoñaciones. Nos vienen ecos
de palabras y paisajes perdidos, un mundo que mira el poeta desde aquellos
sitios suyos, lugares del entendimiento “en los que no existe tregua en la
fatiga” (Pamplona, p. 24). Así como Claude Debussy pintó el diálogo entre el
viento y el mar con música en La mer, Pamplona dibuja un océano de
mundos perdidos, los de sus vivencias y sus lecturas. La composición del libro
es un contrapunto entre la calma y la tempestad, desde lo más hondo hasta
las tormentas más espectaculares en la superficie de su ser.
En
la poesía lírica griega, el poeta es sensible a la música de la naturaleza, a
la danza de las ninfas y con mayor consideración a la voz de la Musa, es oyente
antes de dar alumbramiento a sus palabras, inspiradas tantas veces en la
presencia del océano, fundamental para el hombre de la Grecia y la Roma
antiguas. La cosmogonía y la lírica clásicas quedan manifiestas por Pamplona
entre las páginas del libro. Del caos al cosmos, del mito al logos, y de
vuelta... tales alusiones son latentes, sólo en un momento se explicita:
Junto a mí escucho
la voz que me sigue desde ese mundo perdido: “cerca de lo lejos” dice el poeta
y una voz atronadora corrige: “distante de lo próximo”
[…]
Junto a mí el que
habla me conmina, exige una respuesta
“El logos se derrumba” dice el filósofo y una voz sosegada corrige:
“apenas viene a ser” (Pamplona, p. 29)
Los
influjos de la literatura griega lucen entre líneas, una de las imágenes
que dan título a la segunda parte del libro: "la cresta de la ola" la
hallamos en el lírico de Teos, Anacreonte (siglo VI a. C.): “en la ola cana me
sumerjo, ebrio de amor” (p. 93). En
tiempos antiguos, el poeta obtenía el entusiasmo por medio de un trago de agua de
la fuente de las Musas (Otto, p. 31), Pamplona, como Anacreonte,
ebrio de amor muestra su ars bibendi en el epílogo de Caudales, “En
la cantina”, donde se lee: “El segundo sorbo viene con una sonrisa, no puede
ser otra cosa más que el recuerdo tuyo desbordado a mis labios.” (p. 101). Y así
vienen y van las olas, que llegan hasta las estrellas con la furia del viento,
como en el Libro primero de la Eneida de Virgilio: “Mientras así se lamenta la
tempestad [...] unos quedan suspendidos sobre la cresta de una ola, a otros el
mar, abriéndose, les deja ver el fondo entre el oleaje; la arena y el mar se
mezclan enfurecidos” (p. 43).
En
tiempos más recientes, la simplificación y fragmentación del lenguaje en el texting
parecen haber callado a la Musa, no sólo para los amantes del ruido sino para
las nuevas generaciones de “poetas”. Si pensamos en el origen del habla, en el
ir de la vocalización animal al lenguaje humano, podemos imaginar al homo
pictor, productor no exclusivo de pinturas rupestres sobre la caza,
sino también aquellas representaciones de todo lo que le rebasa: las amenazas a
su supervivencia, la incertidumbre, lo que hay más allá de su horizonte y su
experiencia. Se trata de una proyección de escenarios peligrosos que se construyen
a través de su imaginación, la metáfora como guía de la curiosidad teórica en
su estado primigenio (Vid. Blumenberg, pp. 11-41). Son la
angustia y el miedo sensaciones capaces de paralizar al hombre y de hacerle
surgir un ritmo interior que se esfuerza por ser resuelto en palabras. Tal y
como lo expresó Paul Valéry a propósito de Cementerio marino: “esta intención, que me obsesionó durante cierto tiempo,
inicialmente no fue más que una figura rítmica vacía, o llena de sílabas vanas”
(Paul Valéry, Varieté, 3, p. 63. Apud. Walter F. Otto, p. 84).
Al soplo de tus
narices retroceden las aguas,
las olas se paran
como murallas;
los torbellinos
cuajan en medio del mar.
(Éxodo, 15:8)
Del homo faber al
pretendido homo sapiens se han desarrollado
formas cada vez más complejas de superar a la amenazante naturaleza, se han
construido barreras contra ella; el caso más espectacular, hasta ahora, es el
del proyecto de un gran muro en Japón para detener tsunamis; no hay garantía
absoluta de su eficacia, pero lo que sí hay es una gran fe en la tecnología. Se
hiere al paisaje, se interviene el horizonte sensible para no tenerlo enfrente
nunca más. Pero en este mundo de sociedad informacional y hombres que piensan
en detener al océano con una muralla, quedan unos cuantos poetas como Francisco
Pamplona que se refugian en imágenes pasadas, que se escapan a mundos perdidos
y que se aventuran a escucharlos. El
erudito del mundo griego Walter F. Otto ha sentenciado que “sólo cuando hayamos
comprendido la lengua como música podremos aproximarnos a la pregunta acerca de
qué ha significado esta clase especial de música.” (Otto, p. 70).
Tú descubres al
mar como una ñiña
y piensas en la eternidad
(Pamplona, p.13)
En
lo que respecta a la atemporalidad de las ensoñaciones en Caudales, no
podríamos dejar de referirnos a Octavio Paz, el ineludible (si no por su
originalidad, por haber dicho todo con la agudeza y la claridad que le
fueron propias): “la poesía parece
escapar a la ley de gravedad de la historia porque su palabra nunca es
enteramente histórica” (Paz, p. 193). Las palabras del poeta son
históricas porque pertenecen a un momento del habla, que es su contexto, pero a
la vez su poesía es un comienzo absoluto, una creación. El poeta puede pasearse
por el tiempo, “transmutarlo sin abstraerlo” (Paz, p. 191), puede hacer
proyecciones y memorias sin leyes físicas, está plantado frente a un horizonte
sensible, pero no necesariamente real, creado por sí mismo; el “Horizonte”,
según Gadamer, evoca la experiencia viva que todos conocemos. La mirada está
dirigida hacia el infinito de la lejanía, y este infinito retrocede ante
nosotros con cada esfuerzo, por grande que sea, y con cada paso, por grande que
sea, se abren siempre otros nuevos horizontes. El mundo es en este sentido para
nosotros un espacio sin límites en medio del cual estamos y buscamos nuestra
propia orientación. (Gadamer, p. 118). Para el poeta, los límites del horizonte
son alimentados y delimitados por sus propios temores:
En
la playa veo una mujer que camina sola
Hacia un pequeño acantilado
La
imagino hermosa
No lo sabré pues tengo que alejarme
(no sé por qué pero tengo que
alejarme)
Lo hago indiferente y pienso y
pienso
En descansar y en alejarme
Una
arritmia súbita quiere acabar con mi corazón
Y (pienso tropezando) con mi vida
Respiro agitado Respiro queriendo absorber
la vida que me queda (eso pienso tropezando)
(Pamplona, p.
45)
Francisco Pamplona
escribe “contra toda la fuerza de las olas”, el poeta es sensible al dolor
humano y al de la misma naturaleza, ¿quién puede sentir vértigo por el amor y
la muerte sino él?:
Vuelvo la mirada y el
horizonte desprende bruma gris
delante de los resplandores del ocaso
Regreso a pie por dentro de mí mirando afuera
Me distraigo en detalles fútiles:
Mujeres que no tendré
Manzanas
y vinos que me amargan
Calles que no andaré:
Filosofía ciencia
revolución
Todo importa y nada importa
[…]
Que todo
cambie que surja sin cesar la vida
saldar cuentas
viajar arrojar todo por la borda
Sentir el mar
el vaho cálido del mar en mí desnudo
Sentir las aguas del río
que limpian todo dos veces
morir
ahora
Es preciso desembocar en los deseos es preciso
quiero
morir ahora
(Pamplona, p.
57-58)
Y si es el poeta sensible a la compasión, ¿cómo ha de aliviarse de los
horrores del mundo? ¿Escribiéndolos? En Un
amigo reflexiona sobre la compasión (escrito después de leer La tumba de las luciérnagas de Akiyuki
Nosaka), se lee la voz de quien ha detenido su sensibilidad frente a un mundo
apocalíptico:
No
pienso en los inocentes que no deben morir
porque son inocentes:
Que sufran y encuentren
que la vida es implacable
(Pamplona, p. 28)
Porque todos los cantos vienen del dolor de
ser terrenal, de la experiencia del dolor que es vivir, dolor que se disimula
hasta en la más pura alegría, ¿habría que seguir rechazando sistemáticamente lo
real por absurdo?, filosofía, ciencia, revolución, desencanto...
Sólo un ángel
desencantado
podría hablar de lo que ocurre en mi pecho
[…]
El ángel podría mentir y
aún
hablar de la verdad
que observa en mí cuando camino
cuando a solas pienso en los veranos
que me arrasan
que asesinan mi sustancia:
desmesurada herida que me escinde
(Pamplona, p.
24)
Ráfagas de
bombas como un aguacero de verano (Vid. Nosaka,
passim), el Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen, la angustia
primitiva del hombre, la sensación de amenaza que lo ha llevado a poner nombre
a las cosas para aliviarse de su extrañamiento y finalmente dar forma a
historias para entender el mundo y explicarlo. Una música, emanada desde el
abismo, llega a la superficie en el estallido de un géiser, que se abre hasta
dar paso a una gran ola, que destruye el muro hecho por los humanos: es la
Palabra que consigue al fin su alumbramiento al ser escrita por el poeta, aún
sensible a la resonancia de la natura,
es
el poeta frente al infatigable mar.
Bibliografía
Anacreonte. Poemas y fragmentos (Introducción y notas de Mauricio López Noriega). México: Textofilia Editores, 2009.
Blumenberg, Hans. Trabajo sobre el mito. Barcelona: Paidós, 2003.
Gadamer, Hans-Georg. "La diversidad de las lenguas y la comprensión del mundo" en Koselleck, Reinhardt; Hans Georg Gadamer. Historia y hermenéutica. Barcelona: Paidós, 1997.
Otto, Walter F. Las Musas. Madrid: Ediciones Siruela, 2005.
Nosaka, Akiyuki. La tumba de las luciérnagas y Las algas americanas. Barcelona: El acantilado, 1999.
Paz, Octavio. El arco y la lira, en el tomo "La casa de la presencia" de las obras completras. México: FCE, pp. 15-297.
Pamplona, Francisco. Caudales. Guadalajara: La Zonámbula Editorial, 2015.
Virgilio. La Eneida. Barcelona: Editorial Bruguera, 1968.
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