Rueda de casino
Por Carmina Nahuatlato Frías
Había inventado mi propio reloj, y movía sus manecillas conforme se me antojaban las horas. Era la matrona de mi tiempo y de mi decisión con quien bailar. Acostumbrada al silencio de mi recibidor, a mi cena ligera mientras veía el noticiero nocturno y apagar la luz cuando me despertaba el libro que caía de mis manos al quedarme dormida.
Por la mañana, el espejo escondido tras el vapor de mi ducha caliente, siempre al pendiente de un único reflejo, el mío, recibía una a una mis cremas y mis utensilios de maquillaje. Acepto que tal vez era mala para las matemáticas porque sólo contaba hasta el uno, no sabía dividir y mucho menos restar.
Tampoco cocinaba para dos y mi costumbre de dormir en diagonal en mi cama king size se ha enderezado porque llegó él.
He tenido que cambiar mis utensilios de cocina, contratar un servicio de cable que incluyera toda la gama de canales de deportes y aprender a sumar. Y todo por una canción de salsa.
Había inventado mi propio reloj, y movía sus manecillas conforme se me antojaban las horas. Era la matrona de mi tiempo y de mi decisión con quien bailar. Acostumbrada al silencio de mi recibidor, a mi cena ligera mientras veía el noticiero nocturno y apagar la luz cuando me despertaba el libro que caía de mis manos al quedarme dormida.
Por la mañana, el espejo escondido tras el vapor de mi ducha caliente, siempre al pendiente de un único reflejo, el mío, recibía una a una mis cremas y mis utensilios de maquillaje. Acepto que tal vez era mala para las matemáticas porque sólo contaba hasta el uno, no sabía dividir y mucho menos restar.
Tampoco cocinaba para dos y mi costumbre de dormir en diagonal en mi cama king size se ha enderezado porque llegó él.
He tenido que cambiar mis utensilios de cocina, contratar un servicio de cable que incluyera toda la gama de canales de deportes y aprender a sumar. Y todo por una canción de salsa.
La noche que lo conocí, mis pies se detuvieron frente al local atiborrado de palmeras y foquitos enredados en sus troncos. Desde ahí se escuchaba perfecto, el estridente sonido de las trompetas y los timbales invitando a todo mundo a bailar. Mis amigas por supuesto no resistieron y apenas nos asignaron mesa, se dirigieron a la pista sin esperar por mí. Entonces, él se acercó con esa sonrisa perfecta y me invitó a bailar.
Nuestros pasos torpes, poco a poco fueron delineando una perfecta sintonía en la pista de baile. Cinco canciones después, con una caballerosidad ahora en tiempos de extinción, me condujo a mi lugar y yo no pude resistir invitarlo a tomar algo. Para cuando el mojito había desaparecido en nuestros labios, la complicidad se había adueñado de nosotros y sin palabras nos paramos a bailar.
Cada viernes salía a bailar con mis amigas, ahora la costumbre, por razones que me niego a reconocer, era asistir sin falta al eterno Casino Tropical. Él y yo, ya no sólo bailábamos los viernes: las fiestas esporádicas de los sábados fueron buen pretexto para conocernos más, o al menos un beneficio para mí no llegar sola sin saber de qué o quién platicar. Luego de las fiestas, sobrevinieron las salidas al cine, el tomarnos de la mano, dormir en mi departamento o en el suyo.
Una noche de lluvia, ya no se marchó de mi departamento. Desde entonces estamos juntos y la silla de al lado está siempre ocupada. Mi celular que antes recibía mensajes melosos, ahora recibe un insistente “en dónde estás”. Mi escondite personal ahora es de los dos: él recorre los pasillos con una soltura que parecieran suyos, me encuentra bajo las sábanas y cuando menos lo imagino ya me he dejado atrapar por sus caderas.
A veces siento que me molesta tanta sutileza en su manera de tratarme. Sabe que mi día más que en la ducha, comienza en el espejo y siempre se retira de él cuando llego con mi batallón de frascos. Por alguna razón que todavía no entiendo, en cualquier lugar público me retiene de la cintura y si insisto separarme, me toma de la mano. Tal es su insistencia de tenerme cerca, que ya nunca camino a la orilla de la banqueta.
Llegar a los salones de baile tampoco es lo mismo. Estoy tan acoplada a él, que bailar casi ha perdido su aventura, después de cada vuelta sé que al regresar me encontraré con el mismo rostro, su sonrisa perfecta y mi libertad atrapada en una pista de baile.
Fue la primera vez que vistamos “Al son de la rumba”, cuando sentí que ya no tenía ganas de seguir con el mismo son de dos. El lugar casi era del estilo de todos: palmeras, mojitos…lo único diferente era el show. Cerca de la media noche, el cantante de la orquesta pidió se desocupara la pista de baile.
Despampanantes, aparecieron tras las cortinas estampadas de notas musicales, cuatro parejas. Ellas, con su atuendo de top y minifalda. A ellos que vestían sólo pantalones blancos de manta, podía contarles cada uno de los rectángulos que se formaban en su torso. Entonces, entre los ocho comenzaron a bailar una especie de orgía salsera. Las mujeres bailaban con uno y de sutil manera cambiaban de pareja: era la llamada rueda de casino. Para cuando la canción había terminado, todas habían bailado con todos ¡y los ocho felices! Yo en cambio estaba angustiada en mi asiento. Él había sido mi única pareja en todos estos meses, ¡la única! ¿la última? ¿para siempre?
—Menos mal, que existe la rueda de casino —pienso, mientras el cubano de exquisito trasero extiende su mano hacia mí y yo le correspondo.
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