Mirarnos las distancias
Fanny Enrigue
“La huella del escritor —dice Foucault— está sólo en la
singularidad de su ausencia; a él le corresponde el papel de muerto en el juego
de la escritura”. Ese juego en que el autor (aquí autora) se vuelve un gesto,
la mueca de su propia fuga; aunque al transitar por esa ausencia, que son
letras, conozcamos la última sentencia antes del simulacro: Disculpa la bala perdida, / pero es
así: / no es cosa mía.
Y no
es. Aquí la paradoja, el quebranto, otra Verónica que nace en el texto sólo
para representarse extinta y señalarse como la ausente, la que quisiera ser el niño en el ataúd esperando
que cierren la tapa. Verónica, que como Edipo vació las cuencas de sus ojos,
se despojó de la piel, de su individualidad para adoptar esa otra forma, esa
otra vida, que es el texto poético, y mirarnos la distancia: no se trata de no mentir, eso puede ser sólo
una herramienta. Verónica sin
carne sin hueso que grita desde el féretro: ¡No hay nada qué
saber, en verdad, nada…!. Pero en la impostura de la otra Verónica, de la
no-Verónica, siempre se vuelve tentador
pisar el hoyo.
Se torna tentador, para nosotros
lectores, persiguiendo al espectro, habitar esa ausencia, caminar sobre espuma de lodo, andar tras el fantasma que no es ya
Verónica sino su cuerpo yerto, revólver en mano, todavía humeante. Porque toda
lectura es riesgo, precipicio, porque la
fuerza de gravedad no lleva a un fondo, a tierra firme, sino a una interminable
caída vasta de unicolor.
Y la autora, en su “jugar a
faltarse” nos abre las páginas advirtiendo que nada de esto importa / porque mañana seré otro. Lo dice la sonrisa,
su mueca esfumada, que es trampa, astucia, ofrenda, puesta en escena del lector
sobre las tablas, sobre las palabras del fingidor que sólo en un esfuerzo
absurdo identificamos con Verónica. No sirve señalarla, el juego se pone en
marcha, sin temblar en el
fin de cada frase, falseando –nosotros también- la emoción, mientras ocultamos y suponemos que nadie sabe lo que pasa.
Vértigo, en el preciso instante en
que reconstruimos las simulaciones: la de la autora, desaparecida, pero jalando
el gatillo en nuestra sien a cada verso. La de nosotros, lectores, ocupando su
sitio en esa estela, llenos de ilusiones
prostitutas, sin una meretriz que sepa decir con certidumbre el costo de la
fornicación. Vértigo en que al ocupar el sitio de la ausente somos nosotros
mismos víctimas y verdugos, a través –qué sutil, qué magnífica enfermedad- de
un poemario que es un arma. No debe ser
tan ligero irse así al infierno.
No debe ser tan leve; nada hay más
serio que jugar a que un día todos
matamos a los padres, como con júbilo, desando no darnos cuenta, y jugando
nos preguntamos ¿será el hecho de no
haber pedido nada y haber recibido a vasos llenos tanta mierda y tanto gozo;
enseñándonos a vivirlo, a disfrutarlo sin entenderlo? Nada más serio que el
juego de ser Sofía y soñar, como ella cuando
más joven, con volverse una loca. Nada más serio que desear, frente a la cajetilla, nunca haber jugado
demasiado en serio y continuar llorando, como en la infancia, sin saber los
porqués.
El juego del arte, como los mejores
juegos, es sacrílego, profana tumbas, incendia ciudades quemando toda regla para
instaurar las propias; señala, con el dedo de un muerto, con el dedo de un
ausente, múltiples fronteras, puentes, barrancos, temblores, nidos. Señala con
la certidumbre con que punza un dolor tan añejo como si no fuera propio.
No es mentira la ficción, es ficción. Imposible decirlo a quien niega la
realidad de la irrealidad; imposible a quien se niega a acariciar la estabilidad y luego decide voltear el rostro, sabiendo
lo fallido de encontrar el rostro real.
“El tener lugar del poema –escribe
Agamben- está en el gesto en el cual el autor y el lector se ponen en juego en el texto, y a la vez
infinitamente se retraen”. Parálisis y
comienzo. Nos miramos las distancias sólo
cuando ocupamos el sitio del ausente y en simulación, lectores, instalamos a
nuestros fantasmas en esas letras, en ese filo, hacemos la promesa de ir a
buscar los restos en esta obra, restos
que no son el ataúd sino tus, mis, nuestras historias. Siempre con mucha
ansiedad, algo de esperanza en la lectura de este poemario nos preguntamos: ¿Qué pasaría si tuviéramos
acceso a todas las ventanas? Qué pasaría si al abrir esta obra, tuviéramos la condición para convertirnos en lo que
alcanzamos a leer.
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