Aquí les dejamos un texto de presentación que realizó María Cervantes sobre el Libro "La Muerte compartida" de Juan Fernando Covarrubias.
La muerte compartida, algunas reflexiones
Rubén Darío solía decir que “el periodismo es
la gimnasia del estilo”. Recuerdo a menudo esta frase cuando leo a Juan
Fernando Covarrubias; su narrativa no nace, ni se devela con el
nacimiento de su primer libro; hace ya rato sus publicaciones en diversos
periódicos descubren la buena vena de escritor en él. Y si bien en este libro
no se inaugura su autor como narrador, debe decirse que su escritura sí se
aquilata, se ensancha y se profundiza, se decide y se yergue sobre sí misma, abandona
todo tambaleo para dar pasos firmes sobre el terreno narrativo.
Son 14 los cuentos que conforman este libro cobijados
todos bajo el título de La muerte
compartida. Sin embargo, son un sin número de experiencias las que brotan
de estas narraciones, las experiencias del lector incansable e insaciable, del
amante del cine y la fotografía, y en general, la experiencia del observador
del mundo. El narrador de este libro es una suerte de cazador de hechos e
imágenes muchas veces ya cruzados por el tamiz de la escritura antes de llegar
al papel mismo. De hecho, no me sorprendería que en este mismo instante Juan
Fernando esté al acecho de una nueva historia; una frase escuchada en alguna
esquina, una nota de caligrafía dudosa perdida entre las páginas de un libro viejo,
una fotografía en una exposición o una mueca que surcando el viento llegó hasta
sus ojos podrían bastar para detonar una historia, y una buena.
No quiero decir con esto que su trabajo sea una
copia directa de la realidad, ésta es apenas la punta del iceberg imaginativo que
él se da a la tarea de descubrir con las palabras de por medio. No quiero decir
tampoco que la literatura en general no parta de referentes localizados en la
realidad, lo que sucede con este narrador, es el rescate de los actos y objetos
cotidianos, aquellos que en la prisa diaria ignoramos. Él escucha la voz y los
porqués detrás de los detalles, pues ahí se encuentra un punto catártico por
donde se derraman las razones de la vida, se depositan allí radiografías del
esqueleto doloroso de nuestra existencia. Así, la imagen de un libro olvidado
sobre la barra de la cocina, una flor encendida en medio de la olvidada cantera
o un traje gris asomado tímidamente en el interior del armario pueden acarrear
un torrente de posibilidades.
Podría decir entonces que las narraciones de
Juan Fernando, en más de una ocasión, parten de lo inesperado, son la
imaginación desbordada; él sabe escuchar y narrar una historia donde los demás
vemos ya un punto final. Parte, a veces, de lo estático, de lo ya hecho para
insuflarle un nuevo eco de vida no advertido antes. Quizás el ejemplo más
desnudo al interior del libro es el cuento titulado “Érase una vez” cuya trama
se desprende de la imagen fotográfica de Indira Flores, del mismo nombre y del
filme El color del paraíso de Majid
Mijidi.
Al interior del libro identificó cuatro
categorías, arbitrarias por mi parte, en las que los 14 cuentos del libro pueden
dividirse a fin de relatarles un poco mi visión acerca de La muerte compartida. La primera de estas categorías alberga cinco
cuentos: “Sin otra cosa que un reclamo”, “La muerte compartida”, “Y luego el
desahucio”, “Los grillos y sus guerras” y “Por la parte más delgada”. La
temática imperante aquí se inserta en un hilo dramático sostenido por lo
cotidiano, donde las epifanías suelen velarse detrás los hechos u objetos más
usuales, tal como lo dice el personaje del cuento “La muerte compartida”: “La cotidianidad
está saturada de esas presencias que se vuelven certezas cuando asoman a la
vida con toda su carga”. Sus personajes buscan el sentido más intrínseco de
cada suceso, pues los actos reiterados conforman su existencia. Entonces, cada gesto del pasado puede estar
plagado de significados que develarán la promesa de una futura existencia
mascullada en un presente detenido como abismo.
Sin abandonar la ventana de lo cotidiano, los personajes
de esta categoría, se enfrentan al dolor, a la soledad, al encuentro próximo
con la muerte, o andan y desandan un camino construido de un pasado que a
fuerza de recurrirlo pareciera un tiempo mítico, enroscado en sí mismo. Estas
narraciones observan un carácter psicológico y un tanto laberíntico donde la
acción parece detenerse para dar paso a un alumbramiento poético al devenir
interior.
La segunda categoría asoma sus fronteras al
mundo de la demencia, pero sin acercarse demasiado a pesar de que a sus
protagonistas se encuentran embebidos en la situación. Los
personajes-narradores de los dos cuentos que conforman esta serie (“Doce horas”
y “Relo”), observan el desequilibrio mental de un tercero con dejos de ternura,
amor y dolor; giran en torno a ellos tratando de adivinar, de conjeturar lo que
sucede en el interior de quien se encuentra enfrente y fuera de la realidad,
todo en un afán de no perder el control ante lo desconocido. “Doce horas” es un
discurrir narrativo interior, laberíntico, como el espacio en el que se
desarrolla la acción, aspira a disolverse, camina al cero. Por el contrario,
“Relo” se torna poético en armonía con los paisajes campestres y los primeros
acercamientos eróticos del protagonista.
La tercera categoría mantiene un tono jocoso de
humor hábil, en ésta se encuentran “Y en la mañana ahí estabas”, “Probador” y
“Peor tantito”. Los personajes son hijos y víctimas de las circunstancias, no
tienen más trascendencia porque ésta se encuentra en el sentido de la anécdota
que gana fuerza en el relato; gracias a la habilidad narrativa podemos reírnos
de ellos a pesar de sus desgracias. Por su parte, el lenguaje se torna flexible
y respeta el habla cada uno de ellos al grado de poder casi escucharlos con sus
respectivas pausas y entonaciones.
En la cuarta categoría los cuentos aceleran el
paso de las acciones para mostrar finales que bien podrían tumbar de un golpe de
sorpresa al lector, aquí agrupo “Inútil pretensión”, “La suerte de Cuco Compas”
y “Rastro de nada”. Estas narraciones son tajantes, descarnadas, hábiles, como
el corte de una espada en manos de un experto que no desea ser descubierto pero
que al mismo tiempo quiere dejar por firma la certeza y limpieza de su trabajo.
En estas narraciones me atrevería a afirmar la influencia, no muy obvia, pero
existente, del cine de Tarantino mezclada con la sonoridad del lenguaje de la
calle o de la cantina.
Decidí hablar de estas arbitrarias categorías
para resaltar la riqueza en los tratamientos narrativos y temáticos contenidos
en este libro. Es necesario enfatizar que además de las influencias
cinematográficas y fotográficas en las páginas de La muerte compartida se asoman los influjos de plumas como la de
Cortázar en los rasgos laberínticos de los personajes y sus situaciones, de Arreola
en el humor y en la flexibilidad del lenguaje al proyectar personajes de
talante popular, de Rulfo en los rumores desquiciantes y poéticos cercanos a la
muerte y a la locura.
A propósito del modernista nicaragüense, citado
al inicio de mis palabras, debo confesar que el estilo de Juan Fernando me
recuerda un tanto al de los modernistas, no quiero decir con esto que su
trabajo sea de este corte, me refiero a ciertos detalles en el estilo, tales
como la precisión, la claridad y el cuidado con el lenguaje, elementos que sin duda
se deben en parte al ejercicio constante que demanda la colaboración en medios
periodísticos. Esto, sin duda, es algo que el lector agradece; cuando sin saber
cómo ni cuándo nos perdemos desde la primera línea y saltamos con ojos
renovados a la realidad, envueltos en la sensación del universo narrativo, al
llegar el punto final, sabemos que hemos leído una buena narración. Así me
sucede con la escritura de Juan Fernando.
No me queda más que invitarlos a juzgar en
lectura propia La muerte compartida y
felicitar a Juan Fernando por este proyecto que concluye para dar cabida a
otros en proceso en gestación y que esperamos ver pronto. Lo celebro contigo
Juan Fernando. En hora buena.
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