Por Fabio López de la Roche
Bogotá, 5
de marzo de 2016
Este libro de intercambios epistolares entre Ángel
Blas Rodríguez y Alfonso Rubio es el de dos viajeros españoles contemporáneos
transterrados a América Latina, a Ciudad de México y Medellín, que unidos por
una común infancia vivida en el pueblo español
de Arnedo, en La Rioja, comparten a través de sus cartas, desde una mirada curiosa y con frecuencia
impactada por las realidades observadas y vividas, la experiencia de su
contacto e inserción en sus nuevas ciudades y regiones de adopción y en unas
-para ellos diferentes- sociedades y culturas nacionales.
Este libro tiene que ver entonces
con la historia de dos españoles tejiendo narrativamente América Latina,
construyéndola también desde la experiencia diaria, como cuando Ángel Blas le
dice a Alfonso: “en este momento parece que viviéramos en distintos barrios de
una misma e imaginaria ciudad latinoamericana”.
Esta comunicación epistolar es
también un registro de las exclusiones y violencias urbanas compartidas por las
dos sociedades latinoamericanas, y de la presencia avasallante de un monstruo
que todo lo invade con su huella ineludible y continua: el miedo. Además de los
miedos asociados a la inseguridad urbana, narrados por Ángel Blas, en alguna de
las cartas de Alfonso aparece la sorpresa inquietante e intimidante que
producen los retenes militares y la militarización de la vida en Colombia, todo
eso a lo que los colombianos nos hemos acostumbrado, como un resultado
comprensible de medio siglo de convivencia con el conflicto armado interno.
Los tamaños de los países, sus
diferentes escalas, la presencia frecuente de descomunales banderas mexicanas,
como la que ondea en el Zócalo, la amplitud de los espacios públicos
precolombinos y contemporáneos en el país del norte, las dimensiones de lo
mexicano frente a la medianía
colombiana, se pueden deducir o entrever en la observación de Ángel Blas
Rodríguez sobre el D.F.: “Distrito Federal siempre está postrada a los pies de
su bandera. En el centro de la ciudad y en sus puntos cardinales existen altos
mástiles de los que penden desorbitantes enseñas. Nunca antes vi mástiles ni
divisas de esas dimensiones. Tan alto es el mástil que supera cualquier
edificio; tan grande es la tela patria que, extendida, cubriría a muchas de las
plazas públicas de Europa. Allá en lo alto nadie puede perderla de vista y su
sombra a todos cobija. Cual pirámide estilizada, el mástil ofrece a los
ciudadanos el símbolo de un sacrificio perenne: sangre y corazón mexicanos
tejidos con hilos de historia”.
La presencia fuerte del
nacionalismo durante septiembre, “el mes patrio”, en la experiencia cultural y
política mexicana, como un resultado derivado, entre otros factores, de su
revolución de 1910-17, de las gestas y mitos de Pancho Villa y Emiliano Zapata,
pero también del muralismo de José Clemente Orozco y Diego Rivera, de la “raza
cósmica” de Vasconcelos, del Cardenismo y de décadas de nacionalismo
oficialista del PRI, queda plasmada también en las cartas de Ángel Blas. Su
narración explora, aludiendo a “Los altares de muertos” con que se festeja el
Día de los Muertos el 1º. de noviembre, otras fuentes del sentimiento nacional
mexicano, más ancladas en las tradiciones religiosas precolombinas y mestizas:
“Puerta entre la vida y la muerte, la tradición mexicana ha recurrido a su
mejor saber hacer de sincretismo religioso: sabidurías prehispánicas y haceres
cristianos”.
El relato sobre los “tianguis”, las
tiendas y mercados populares en el D.F. aparece como una evidencia de la
fortaleza de las tradiciones y culturas populares, como uno de los componentes
más vitales de las culturas latinoamericanas, en la medida en que generan una
valiosa experiencia de alteridad y de encuentro de diferentes temporalidades
sociales y culturales: “Y es que estas zonas de abastos volátiles llamadas
“tianguis” cumplen dos cometidos: uno funcional y otro comunitario. Cuando te
trasladas por la Ciudad de México te das cuenta de que, inevitablemente, un
mercado callejero te engulle y te vomita al circuito de nuevo con la
oportunidad de haber satisfecho una necesidad, pero también de sentirse en un
pedazo de comunidad. Se convierten, al fin, en espacios de descanso físico y
psicológico en el tránsito cotidiano”.
En las comunicaciones de Alfonso a
Ángel Blas, tal vez por la inexistencia en Colombia de una cultura nacional tan
exuberante como la mexicana, en un país marcadamente católico-conservador, con
sus tradiciones y poblaciones indígenas históricamente aplastadas y asimiladas
y sin la monumentalidad precolombina de aztecas y mayas, aparecen otro tipo de fenómenos y
observaciones.
Las cartas de Alfonso Rubio,
escritas en los años de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, con su política contrainsurgente
de la “seguridad democrática”, testimonian los procesos de construcción del
“enemigo” y de definición discursiva de los supuestos o reales culpables de la
crisis humanitaria colombiana, desde la retórica presidencial: “No sé, tal vez
el Presidente Uribe, cuya popularidad ciertamente va en aumento, ha cumplido
con su promesa de mejorar la seguridad del país, pero su habilidad y capacidad
política han convencido a los colombianos de que el único enemigo son las Farc
y que él puede exterminarlos. Con las Farc
[…] se justifican desaciertos en todo lo demás: el tratamiento a
desplazados, a las víctimas, a la concentración de tierras, al enriquecimiento
fácil e inescrupuloso, lícito e ilícito, y al manejo de la infraestructura y
los recursos públicos. Para ocultar todo eso ahí están las Farc”.
En ausencia en Colombia de un rico
nacionalismo producto de la historia y de dinámicos movimientos culturales (sin
olvidar los riesgos autoritarios y de manipulación de todos los nacionalismos,
incluido el del PRI mexicano), se impuso en los años de Uribe Vélez (2002-2010)
un nacionalismo de la “seguridad democrática”, de popularización del uso de
manillas con los colores de la bandera, de campañas propagandísticas de
protección de los viajeros con convoys militares en las carreteras bajo el lema
“Vive Colombia, viaja por ella”, todo ello articulado a un curioso
“nacionalismo antifariano” y a una pedagogía del odio contra las FARC, que dejó
un legado afectivo muy problemático que funciona hoy, en 2016, como uno de los
obstáculos subjetivos más fuertes para el éxito del proceso de paz con las FARC
y la reconciliación entre los colombianos. Ese nacionalismo políticamente
fabricado, muy peligroso por la carga de odio y de propaganda y manipulación
informativa de la opinión, es abordado críticamente por Alfonso en las líneas
arriba citadas.
En un país donde la celebración de
la Independencia no funciona en su
capacidad de generar un fuerte sentimiento de orgullo nacional y de la
colombianidad y mucho menos una eclosión del fervor popular patrio, y donde los
sentidos de pertenencia a las regiones a veces son más fuertes que el
sentimiento de identidad nacional, algunas de las cartas de Alfonso Rubio se
refieren a esas identidades regionales, muchas veces en pugna con otras
regiones o con la identidad centralista capitalina de Bogotá. Sobre los
antioqueños o “los paisas”, nos dice que “han tejido unas solidarias redes
laborales donde es difícil dar cabida a quien no es de la tierruca […] Aburraes
o paisas, ciertamente, las gentes de Medellín son una tribu muy cerrada, un
pueblito, eso sí, un pueblito orgulloso”.
Junto a la intención crítica de
develamiento de la violencia y el miedo, las injusticias económicas y las
perversiones políticas, y junto al reconocimiento del valor de las culturas
populares y de las expresiones comunitarias, las cartas de Ángel Blas Rodríguez
y Alfonso Rubio exploran también desde la esperanza posibles alternativas, como
cuando Ángel Blas le dice a Alfonso: “Es evidente que la violencia social y la
política es una enfermedad sobradamente diagnosticada, y la clase dirigente de
estos países actúa como el virus más virulento. ¿Es que no hay terapia que lo
cure? Yo me apunto a la que dice un buen amigo mexicano, Emilio: la solución
pasa por un ‘libro de estilo’ de obligado cumplimiento para todos los políticos,
a lo que acto seguido añade: ‘o mandarlos a todos a la chingada’. Un manual que
ponga rumbo a las expectativas de bienestar, justicia e igualdad de
oportunidades para todos los ciudadanos. Un libro de estilo inspirado en
las voces personales y anónimas surgidas
de la sociedad civil, escrito con palabras de concordia pero también de fuego y
llanto como las de tu Ovilpia Gutiérrez y encuadernado con un espíritu
ciudadano más reivindicativo y crítico. Un manual confeccionado con los
testimonios del pasado y las esperanzas del porvenir”.
[…]
“La corrupción y la desigualdad
social […] Las dos grandes lacras de
América Latina. Dos venenos que gangrenan la convivencia social, dos
excavadoras sucias y altamente contaminantes que han abierto grandes zanjas que
inmovilizan el desarrollo económico del país y sus familias, la educación, la
justicia, la igualdad de oportunidades… No pierdo la esperanza de que algún día
sabrán acabar con ellas”.
Disfruten pues, amigos lectores,
estas cartas exploratorias de la
historia, la cultura y la política en dos sociedades de nuestra compleja,
convulsa y al mismo tiempo fascinante
América Latina.
Autores: Ángel Blas Rodríguez y
Alfonso Rubio
Editorial: La Zonámbula, 2016
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