Por Iskra
20100414
Camilo
Cuando Camilo escuchó el timbre de su casa no se imaginó que la vida le cambiaría en el segundo que decidió atender el llamado. Dejó de lavar los trastes para asomarse por el ojito de la puerta, la figura detrás de la mirilla era su vecino. Levantó la mano a la altura de la chapa y cuando la sintió en la palma la giró lentamente. Lo que le vio sosteniendo a su vecino le sacudió hasta los intestinos. Era algo que le recordó cuando tenía diez años y a fuerza de desobediencia cogió la bicicleta con un balde para salir a robarle naranjas a su vecino. La fechoría habría resultado bien a no ser porque el manubrio cargado con el peso de las naranjas desvió la bicicleta a una zona empedrada, lo único que Camilo recordaba era que abrió los ojos y vio un par de dientes regados con un caminito de sangre que salía de su boca, el balde rojo tirado y todas las naranjas regadas. Aparte del dolor de la boca se sumó el dolor del cuerpo consecuencia de los chicotazos propinados por su madre, frente a ese balde rojo recargado en la pared que parecía que estaba mirando. Para Camilo la pérdida de los dientes no tuvo tanta importancia hasta que los niños comenzaron a llamarlo chimuelo, y más cariñosamente “el Chimas”, apodo que crecería con él. A decir del dentista los dientes que perdió eran el incisivo central izquierdo y el incisivo lateral izquierdo, ambos superiores. A falta de dinero su madre solo pudo pagarle el implante del diente incisivo central para que hablara sin sentir vergüenza. La ventilación de la boca creció con él igual que las burlas y los apodos. Avergonzado por su falta de diente Camilo dejó de sonreír y hablaba lo necesario, por eso cuando entró a trabajar de peón en una construcción se sintió seguro, pues mientras trabajaba no hablaba y al ver a sus compañeros albañiles de tan variadas desproporciones, su diente inexistente dejaba de preocuparle. De peón, Camilo pasó a ser media cuchara, luego cuchara y después albañil, en esa categoría logró construir una pequeña casa en un barrio popular, lo primero que le acondicionó a su pequeña posesión fue el timbre, timbre con el que ahora su vecino de al lado llamaba.
- Te regalo este balde.- fue lo que Camilo le escuchó decir – Te puede servir para tu ropa, para el agua, para trapear y hasta para remojar los pies.
El vecino esbozó una sonrisa y se retiró. La sorpresa fue tan grande que Camilo no atinó a decir nada y se quedó ahí parado sosteniendo el balde unos minutos, sin atreverse a entrar y sin atreverse a dejarlo ahí afuera.
Cuando la reacción llegó de golpe a la mente de Camilo, cerró la puerta y observó al nuevo inquilino. Era un balde corriente, rojo, claramente usado, lleno de manchas de pintura.. Cómo era posible que le regalaran algo tan feo y para acabarla usado, ese vecino no tenía vergüenza, como ya no le servía, creyó mejor regalárselo que esperar el camión de la basura. ¡Ah! Méndigo vecino, pero él, Camilo lo tiraría en cuanto pudiera.
Al talan talan, Camilo agarró el balde y salió hacia el carretón de basura. Lo primero que se encontró fue la mirada interrogante de su vecino, Camilo sonrió disimuladamente y cuando el basurero le preguntó que si el balde lo tiraría, solo respondió un “No”, que convenció al vecino pero no a sí mismo.
- Salí a mojar la calle.- Fue lo único que atinó a decir.
Los días pasaban unos tras otro y Camilo no se podía deshacer del balde, el vecino siempre estaba presente en la escena del próximo crimen y siempre eran las mismas excusas: “Traía la ropa. Les eché agua a las plantas. Transporté naranjas”. Una serie de absurdas respuestas. Mientras tanto ahí estaba el balde rojo, cínico, retador, burlándose en su cara.
Camilo casi cada noche soñaba que se encontraba ante un sacerdote azteca al que le ofrecía al nuevo inquilino. Cuando llegaba la hora del sacrificio entre burlas escuchaba “Chimas” repetidas veces y luego risas, muchas risas. Camilo despertaba sudando.
- ¿Está loco? Idiota.- Un transeúnte le gritó cuando soltó una patada al aire. Camilo lo miró con ojos de perro rabioso, “Y ese pendejo qué.” La patada que Camilo soltó era a ese balde que hasta en la calle lo seguía, ya oía el rechinar del plástico contra el asfalto del bulto rojo detrás de él. No sólo lo seguía en la calle, se aparecía manejando camiones, taxis, autos, bicicletas, patinetas, todo lo que tuviera ruedas. Un grito fue lo único que oyeron las personas en la calle cuando Camilo salió corriendo en una carrera frenética. “Chimas, Chimas, Chimas”, sólo eso escuchaba Camilo y muchas, muchas risas.
Cuando Camilo llegó a su casa cogió el martillo y cerró la puerta del patio para que el balde no pudiera escapar. Levantó el martillo y con fuerza lo estrelló en el plástico hasta que el cansancio de los brazos lo venció. Tomó de su bolsillo unos chicles en forma de cuadritos blancos, masticó el borde de uno y lo adhirió a la encía del diente inexistente. “Ves, no estoy chimuelo. No soy Chimas, así que cállate, cállate.”
Camilo no supo cuánto tiempo le llevó cavar un hoyo en el patio para enterrar los restos del balde hasta que un timbrido lo despabiló. Abrió la puerta sin mirar por el ojito.
- Hola vecino. Se acuerda del balde que le regalé. ¿Me lo podría prestar un momento?
Los puños de Camilo se cerraron instintivamente y antes de que lo decidiera ya estaban contra la cara del vecino. Si lo tiró o no con el golpe a Camilo no le importó, tampoco le importó que el viento golpeara su rostro en esa carrera frenética sin rumbo, mientras atrás de él cada vez más lejos escuchaba, “Chimas, Chimas” y muchas, muchas risas.
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