20100529

El día que me lo mataron

Por Felipe Ramos

Eso fue pasando la hora del almuerzo. Serían como las nueve de la mañana porque ya el puerco estaba gruñendo, pos quería de tragar. Fui al corral, en cuanto me vio se puso de buen humor, me olía las patas y con la cabeza me aventaba como jugando o diciéndome que ya le diera su maíz. Yo le acaricié la cabeza. Vi que estaba más gordo que el día anterior.”Vas bien Pipeco”, así le decía de cariño.”Cuando engordes más, te voy a llevar al pueblo de San Miguel y te voy a vender. Con lo que me den compraré más puerquitos pa’ engordarlos y así criar muchos, que se pongan bien gorditos y venderlos”. El Pipeco nomás me aventaba con la cabeza porque ya le andaba. Fui y le traje un puño de zapotes, le hice un revoltijo con mezquites y unos granos de maíz pa’ que se pusiera en paz. Esa revoltura le gustaba mucho. Después amarré los baldes y los atravesé con un leño de mezquite, para luego colgármelos en la espalda pa’ arrimarle su agua.
Me encaminé al pozo. En eso estaba llenando mis baldes, cuando de chiripada voltee y una nube de polvo venía a lo lejos entre la hilera de unos mezquites. De pronto oí el fuerte graznido de unos ticuces que levantaron el vuelo y se fueron asustados por arriba del suelo aterranado. Sin hacer caso de la polvadera, acabé de llenar mis baldes y me fui a llevar el agua.
Llegué a darle agua a Pipeco, mientras unos pájaros se peleaban en suelo. Luego se oyeron unas pisadas de caballos y los pájaros se aplacaron, para después irse volando. Rápido me di cuenta que eran los Revolucionarios. Corrí pa’ dentro y le dije a mi vieja que se escondiera junto con mis hijos. Despuesito salí a ver qué se les ofrecía a esas gentes.
El primero en bajar del caballo era un señor de bigotes gruesos, cara redonda y un sombrero que le sentaba bien en su cabeza, mirándome me hablo:

- ¡Hey tú! ¿Cómo te llamas?
- Leandro Camacho, - para servirle. Le contesté.
- Pos queremos comer, porque no hemos comido en dos días esta lejos el camino y vamos a Guadalajara a encontrarnos con los pelones.
- Ummm, jefecito, es que no tengo mucho que ofrecerle, pero si se espera tantito ahorita junto unos leños y le hecho unas gordas pa’ que usted almuerce
- ¿Y mi gente qué? - Me preguntó muy enojado. La verdad si le tuve miedo y con la voz temblorosa le conteste:
- Aguante tantito, mi jefe, que ahorita le vamos a tortear unas tortillas a todos.
- Órale pues, póngase la lumbre y deje de quejarse.

Rápido me puse a atizar los leños entre las brazas que habían quedado del almuerzo. Ya que agarró la lumbre, puse el comal. Le hable a mi vieja para que se pusiera a tortear hasta donde alcanzara la masa.

- ¡¿Ya mero está Leandro?! - Me preguntó el mayor desesperado por el hambre.
- Péreme tantito, le estoy haciendo un chelito pa’ que almuerce a gusto.
- Apúrele pues, que ya me lleva la chingada de hambre.
- Ya va señor no se desespere.

Cuando las tortillas se comenzaron a inflar una a una en el comal, las fui sacando pa’ ofrecérselas al mayor. Mientras mi vieja le revolvía un chilito bien bravo en el molcajete.

- ¿Está bravo el chile Leandro?
- No mi mayor, ahí le hecha usted a su gusto.

Como pude les di de comer a los que se veían más importantes. Luego que se acabaron todo muchos se quedaron con hambre.

- ¿Ya no hay más Leandro? - me preguntó el mayor.
- No … Se acabó todo.
- ¡Teniente Nicolás! ¡Busque alrededor de la casa haber si encuentra algo!
- ¡Sí mi general¡ - le contesto el mentado Nicolás y se fue a dar la vuelta.

Al poco rato llego el mentado Nicolás y le dijo al mayor:

- Oiga mi mayor, en el corral tienen un puerquito.
- ¡Pos a darle, que espera!
- ¡Ese puerquito no mi mayor…, lo estoy engordando pà venderlo.
- No te fijes Leandro, estas cooperando pa’ la causa, y pos vamos matándolo y lo hacemos chicharrones.
- Le ruego por lo que más quiera que ese puerquito no me lo mate.

El mayor soltó una carcajada que todos sus cabrones le festejaron.

- Es mucho puerco pa’ ustedes - siguió diciendo el mayor.

Yo me puse nervioso, sude un sudor frío que me recorrió la espalda. Vi el rostro del mayor, que me pedía permiso con la mirada. Después abrió la boca para decirme:

- Pos tenemos hambre Leandro. ¡ Nicolás¡ Vayan por el puerco y mátenlo.
- No mi mayor. No me lo mate - Les gritaba. Cuando los quise detener, uno de ellos me pegó con el rifle en la panza y me caí bien sofocado.

- ¡ No, déjenlo, déjenlo no le peguen! - Les gritaba mi vieja, en eso también salieron mis hijos y se pusieron a llorar conmigo.

Después de un rato, los gritos de Pipeco entraron por la ventana. Sentí que me moría con él. Me arrodillé en el suelo, cerré los ojos y vi que los puerquitos se iban lejos. Ya en la noche salí a asomarme al corral; había una luna en medio del cielo y un viento que se traía las risas, los gritos desafinados de los Revolucionarios. Mientras avanzaba la noche, el olor a chicharrones se hacía más fuerte. Me preguntaron que si no queria.Yo les dije que no con la cabeza. Después me fui a acostar pero no pude dormir por la roncadera de los señores que se oían hasta el cuarto. Así me la pase esperando a que amaneciera. Luego soñé que le echaba de comer a Pipeco y él festejaba con sus gruñidos, cuando lo iba a acariciar me despertaron unos golpes que venían de afuera. Abrí la puerta y vi al mayor montado en su caballo, y atrás de él muchos bultos a caballo también, luego habló el Mayor:

- Gracias Leandro por tus atenciones. Pero grábatelo muy bien, la Revolución se hizo pa’ que el pueblo viva mejor, y tú ya ayudaste a la Revolución; todo se te pagará con bienestar pa’ tu familia y pa’ ti.

Yo me quedé con la cabeza agachada, en silencio. El mayor levantó el brazo y dio órdenes a su tropa de irse. Luego el mayor otra vez me miró y en una sonrisa me volvió a decir:

- ¡Gracias Leandro…! ¡Que viva la Revolución!

Yo me quedé parado viéndolos, ya cuando los vi de espaldas les menté su madre.

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