20120928

Recuerdo, Génesis Jezabel

Recuerdo


Génesis Jezabel



Escuchar la canción a la que le pusimos copyright sin derecho ni papeleo alguno; hojear las páginas del libro que cuenta la historia de un Bastián trepado en un Fújur; comer otra vez arroz con leche en esa tacita floreada de bordes maltratados por el descuido. Aferrarse al pasado, dicen, es dañino para la salud emocional. ¿Sí? Cazar nostalgias definitivamente puede resultar tan mortal como cazar cocodrilos, pero ¿es posible no recurrir diez mil veces al archivero y buscar inconscientemente en los días pasados, en los eventos que nos han hecho tomar forma de persona? Las memorias son las cuerdas que atan nuestra cabeza a la espiral del calendario. No hay modo de escapar de esos lazos, del recuerdo que salta ora para advertir peligro, ora para enchinarte la piel y ponerte ansioso.
Lo que ya pasó se vuelve un mecanismo de defensa que se relaciona mucho con el instinto más animal y más necesario de un hombre. “Una imprecisa inquietud despertaba en mi interior, como lo hace un pequeño dolor de muelas del que aún no sabe uno si procede de la parte izquierda o de la derecha, de la mandíbula inferior o de la superior.” Así describe Zweig a la sensación que nace del recuerdo olvidado, de las migajas que dejaste en tu cerebro después de haber intentado desaparecer la experiencia vivida. Puedes pretender tirar el pasado como si fuera posible, pero resulta una pérdida de tiempo porque siempre viene el mismo final: “Lo olvidado, como el pez en el anzuelo, resurge de un brinco de la fluida y oscura superficie, vivo y coleando.” Y muchas veces no es que nos dé miedo rencontrarnos con ese pez herido, es sólo que los viajes en el tiempo salen muy caros y las turbulencias son seguras.
A final de cuentas, lo que uno recuerda del recuerdo son los sentimientos. No importa tanto la acción, la compañía, el hecho mismo; lo que cala o reconforta es volverte a sentir como ahí, como “aquella vez”. Vendamos cada centímetro de la memoria con el afán de engañarla, de taparle los ojos y la boca con tal de que no nos cuente un chiste viejo y conocido. Y luego, cuando llega un día en el que un objeto o un aroma nos provocan ese dolor de muelas que menciona Zweig, queremos arrancar el vendaje cuanto antes. “Él no disponía más que de la magia del recuerdo, de aquella memoria incomparable que, en realidad, sólo había podido ejercitarse y formarse de aquella manera diabólicamente infalible por medio del eterno secreto de cualquier perfección: la concentración.” Nos enfocamos entonces en eso, en ser buenos enfermeros y en aprender a tener el control de nuestras gasas. Ponerlas y retirarlas a gusto, como si se tratara de una actitud voluntaria.
Pero vamos, si ni siquiera a nuestra curiosidad masoquista, que sabemos acabará convirtiéndose en una expedición por algún agujero negro y largo, controlamos. Nos hormiguea hasta el intestino con tal de cubrir nuestra necesidad básica de recordar. Y el remate ya todos lo conocemos: aun con las memorias más lindas, con la visita del tranquilo pasado; uno cae sin paracaídas y siente el débil aliento de lo que será una náusea aguda. Pero, ¿quién verdaderamente puede calificar esa sangre que baja veloz a los pies o esa tiritona de los huesos como algo bueno o malo? “Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.” (Cortázar) Como una bofetada repentina seguida de una paz adormecedora. ¿Será precisamente ese contraste lo que nos hace sentir hipnotizados por la nostalgia del recuerdo. 
Sufrir sentimientos contrarios despierta el interés en la persona porque significa violar completamente la afirmación Aristotélica, que aún sin saber sus orígenes y fundamentos, por “mero sentido común” defendemos. Básicamente se trata de que NADA puede ser una cosa y al mismo tiempo, en el mismo espacio y sentido ser algo diferente. O Ari olvidó a las memorias, o son éstas la excepción que valida su principio. Al narrar el momento pasado, nuestro presente se ve tocado por emociones que pueden ser opuestas y que no tienen que ver con la actual realidad. El famoso flashback burlón que te pone muy sonriente en un funeral o muy triste en el amor.
El caos de la mente, de un modo irónico, representa una estructura ordenada que hace permanecer al entendimiento vivo en la persona. Un laberinto que encierra en su interior al raciocinio y a la imaginación; reúne al bien y al mal en un solo lugar y encajona las emociones que se pelean por salir todas al mismo tiempo y sin filas indias. La mente es la contradicción más grande que hay y está siempre acompañándonos a todas partes, cargando sus maletas llenas de recuerdos llenos de información llena de sensibilidad.
En dos mentes no habrá nunca memorias iguales. El desorden que escondemos por miedo a que nos crean locos, todos lo tenemos. Un desorden que si bien la totalidad de la gente lo acomoda patas arriba, esas patas son completamente singulares y ni el que tienes al lado, adelante o debajo lo va a percibir como tú. Entonces, lo fascinante de los recuerdos no está solamente en el absurdo de los contrarios, sino que también se halla en lo inimitables que son. “Todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme.”
Vivir el presente es cosa de recordar el pasado. Tenerle miedo, enojo, agradecimiento, amor o inquina a los días arrancados no está mal; es natural recurrir a ellos ya que justo ahí se gesta nuestra humanidad. La nostalgia va a exteriorizarse siempre, pidiendo a suspiros la añoranza de lo que está flotando en el agua. Aunque la mitad se halle debajo, siempre vas a poder sentir la otra fracción que se asoma en la superficie; y verla, ésa sí por completo. “Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.” (Cortázar).

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