Segunda presentación del libro Praderas silenciosas
Por Luis Eduardo García
En una conversación que tuvimos hace poco, le comenté a Álvaro que Praderas silenciosas es uno de los libros escritos por un poeta de mi generación que más me han gustado en mucho tiempo. A pesar de ser su primera publicación, hay un trabajo muy cuidado en cada uno de los poemas que lo componen, así que creo que Álvaro decidió saltarse la etapa de inmadurez en su escritura (o al menos decidió no publicarla, como muchos poetas, incluyéndome, sí lo hicimos) y nos presenta una obra sólida y plenamente disfrutable.
“La memoria, entre apagados muros
—en la violenta calma del hospital dormido—
recuerda la roja espuma de la herida”
Es el principio del libro, tres versos que nos avisan lo que está por venir. La memoria que es y será siempre una herida, un corte que aparentemente se ha difuminado con lo años, pero que puede emerger en cualquier momento sin que lo esperemos; como un destello. La memoria de la cual brota una espuma roja y que se convierte luego, casi inexplicablemente, en poesía.
Hay un dolor tenue que recorre las páginas de Praderas silenciosas, “el silencio y sus navajas” que cubren todo de un blanco que produce frío. Sería caer en facilismos reducir la poesía de Álvaro a las influencias de Viel Temperley o Antonio Gamoneda, que desde luego están ahí, pero a las cuales quisiera dar poca importancia, finalmente, recordando a Kristeva, se puede decir que todo texto es la absorción de otro texto y sí, de alguna manera, todo es asimilación. Lo importante es cómo se da esa asimilación, en el caso de Álvaro Luquín se puede percibir un tono natural orientado a cierto registro poético que logra con sorprendente sencillez un efecto emocional en el lector. Los poemas aquí escritos no son meras construcciones verbales que busquen el tan mencionado rigor formal o por lo contrario, el canto. Los poemas de Praderas silenciosas fluyen tranquilamente, sigilosos, dejando la sensación, como casi toda la buena poesía, de que hay mucho más que lo que captamos de manera inmediata.
Se lee en uno de los textos:
“¿Por qué permanezco ahí
en la frialdad
con lágrimas de la realidad borrosa?”
Probablemente porque esa es la condición de su escritura: el sujeto poético helándose voluntariamente mientras al fondo sucede la realidad difusa. A manera de otras entidades (más reconocidas), la poesía también actúa de formas misteriosas.
He hablado de blancura, sin embargo no todo es blancura en el libro, hay momentos en que se produce un efecto análogo al del claroscuro en la pintura. En la segunda sección, llamada “Sombras”, encontramos un cambio considerable en el “color” de los textos, en su renuncia a esa aura vaporosa que rodeaba a los primeros poemas. En “Sombras” encontramos al cuerpo, a la suciedad, la vuelta irremediable a las vísceras y a la enfermedad. “Tal vez la existencia es un lienzo negro”, dice el poeta. El dolor callado aumenta su registro por un instante. El paisaje se oscurece.
Y después de la tempestad… ya saben lo que pasa. Las “esporas de dolor” se van un momento o tal vez se ocultan y hay espacio para un poco de fulgor (de nuevo el claroscuro). En “Sólo la luz, el silencio”, tercer apartado del libro, el poeta parece claramente hablar a Dios, ¿pero qué pasa cuándo se habla a Dios? ¿Acaso no siempre queda una esquirla oscura que intenta decirnos que en realidad estamos miserablemente hablando solos?
“Hace mucho tiempo que no te escucho en el murmullo de la tarde.”
Si Dios se ha ido, entonces nos encontramos solos de nuevo y el frío es una estación perenne. ¿Cómo llenar el vacío de Dios? ¿Cómo se llena un vacío infinito? parece decir Luquín en sus versos. La respuesta es muy cruda: sólo queda espacio para la muerte. Pero no quisiera cerrar el texto de manera tan escalofriante, por fortuna hay un último apartado, cuyo nombre “Comportamiento (actual) de especies extrañas” nos toma por sorpresa. En esta parte del libro nos encontramos con una voz más pesimista, que habla con la presteza del que sabe algunos secretos del mundo, vedados (a veces voluntariamente) a muchos hombres.
Escribe Álvaro:
“las plegarias que son lágrimas
no humedecen a los ángeles”
Y no, ni siquiera logran conmoverlos. Los ángeles han visto demasiado. El sujeto poético ha visto también demasiado y su desgaste es visible. Describe el mundo ya sin el entusiasmo del neófito. El dolor que impregnaba sutilmente todo el libro se ha convertido en una delgada escarcha que lo cubre todo.
Tal vez envejecido, duro, el “yo lírico” de Praderas silenciosas es libre al fin y puede, despojado de todo, dormir de día. En voz de Álvaro:
“No quiero saber más de mis palabras.
Confunden mi cuerpo en el secreto
y contaminan los jardines.”
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