20130701

Clic en los ojos


Les compartimos un texto publicado en la página de La jornada realizado por uno de nuestros Autores creador del libro En Guadalajara fue por Febronio Zataráin.

“Apúrense, cabrones, la Bestia no espera a nadie”, decía el pollero mientras algunos enrollábamos las cobijas y otros recogían los enseres. Nos encontrábamos en el albergue Hermanos en el Camino, en Ixtepec, y
estábamos por irnos adonde pasaría el ferrocarril. Hacía una semana que habíamos cruzado el Suchiate. Éramos trece con todo y el pollero: de
Guatemala, El Salvador, Honduras y de Ecuador. “Voy a tener que
mocharme con el garrotero; cincuenta varos por piocha.” El pollero
hablaba como mexicano, pero sabrá Dios de dónde sería. Entramos
al patio ferroviario. Había cientos esperando a que la Bestia
apareciera; se oyó su bramido y toda la mancha de gente se
alzó. “Todos al mismo vagón, síganme.” La Bestia apenitas se
arrastraba como invitándonos a que la montáramos. El
culebrón se veía alegre con tanto migrante encima. De los
doce, ninguno había estado sobre el cuerpo de la bestia,
pero nos veíamos muy campantes, como si hubiéramos
nacido para eso. Adelante de Coatzacoalcos la cosa se
complicó; el tren fue disminuyendo la velocidad
hasta que los vagones se quedaron quietos. Llegaron
varias camionetas por cada lado, muchos saltaron y se
echaron a correr gritando: “¡Los zetas!, ¡los zetas!”
Se oyeron balazos, y el pollero, agachándose:
“¡Péguense a la Bestia!” Un zeta nos gritó: “¡Bájense
y acomódense en la caja de la camioneta!” Nos
llevó a un caserón en un pueblo llamado Oluta.
Nos pasaron de uno por uno a un cuarto. Allí
me dijeron que marcara el número de un
familiar y le contara lo que me había pasado.
Me contestó mi madre y, después de un
minuto, me arrebataron el celular; le
pidieron mil dólares, que los enviara a una
casa de cambio en Jalapa. De los otros
once, llegó rápido el pedido y se los llevó
el pollero. “En tres días vengo por ti.”
“Qué vamos a hacer contigo, tus
familiares no te quieren”, me dijo
el de la camioneta mientras jugaba
con un revólver; le sacó las balas
del tambor, luego le regresó una, le
dio vueltas a la rosca y me apuntó.
Ya no parpadeé; ni siquiera solté
un gesto porque ya estaba
muerto; el clic del gatillo me
entró por los ojos; el zeta se
acercó, me extendió la mano
y con voz contenta dijo:
“Yo te voy a pasar al
otro lado.”

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